domingo, 25 de septiembre de 2011

La Huida I

¿Crees que puedes huir así? El coche es precioso, eso sí, pero ¡joder¡ no creo que llegues muy lejos, ya tiene unos años y en cualquier momento te deja tirado. Te has montado en el Cadillac y te has echado a la carretera, pero no a una autopista llena de vida ¡qué va! a deambular por caminos desérticos donde tu único compañero es un horizonte desolado. Si así es como te sientes mejor ¡huye, déjalo todo y viaja sin destino! Si ni siquiera sabes de que tienes miedo, ¿de qué huyes? Te asustas. Vuelves a acelerar, no importa. Estás totalmente solo y volando sobre el destrozado asfalto, nadie te ve. El Sol de poniente te deslumbra, te da de frente en la cara y no ves nada. Sabes que te diriges al oeste, seguro que puedes seguir durante horas por este camino y no ver a nadie. Solo el mar te frenará, eso si el coche aguanta.
Además te acompaña una vieja guitarra desafinada y con alguna cuerda rota que ocupa el asiento trasero. Nunca supiste tocarla como se merece, dejaste que envejeciese como tus esperanzas de triunfar en la música. Apartas la vista de ella y la carretera vuelve a atrapar tu atención. El apocalíptico horizonte te atrae y te sientes bien con el folk que está sonando en la radio. Por fin, ¡llevabas días sin sonreír! te sientes bien.
Y como es de esperar la oscuridad lo absorbe todo. Solo se resiste algún moribundo punto en el horizonte, que se pierde junto las estrellas,  y los faros del coche que abren paso entre las tinieblas.
Vale, no te asustes, pero la gasolina se acaba y apenas avanzarás algún kilómetro más. ¿No estás cansado? Venga será mejor que pares en cualquier lugar y duermas un par de horas. Por cierto , ¿desde cuándo no duermes? Aquí mismo está bien, si total esto está desierto, nadie te molestará.
El Sol vuelve a ganar la batalla del día y consigue que me levante. Salgo del coche ¡qué libertad, me siento tan salvaje! Pero sin querer vuelvo a recordar y me siento peor que nunca, las imágenes se lanzan contra mí y me sacuden violentamente.
Recuerdo cuando esas lágrimas se deslizaban y vacilaban por su cara perfecta. Y la vi sufrir pálida, pero delicada como siempre. Sentí la necesidad de atraparla, retenerla en mis brazos y no dejarla escapar. Por un instante pensé que así nunca desaparecería, pero empezaba a escurrirse y abrazaba el aire que se resbalaba entre mis manos. Era agua entre los dedos. Mis brazos no resistían, no podían luchar. Era incapaz de mirar a unos ojos moribundos que reclamaban vida. Dos luces negras que se me clavaban suaves diciéndome adiós. Aparté la mirada y la clave en el infinito, me asusté ante la inmensidad.
La apreté contra mi pecho, más fuerte porque sabía que se marchaba, que firmaba su historia y escribía fin en letras negras. Y ella también estaba asustada, así que le susurré con delicadeza que no pasaba nada, que nadie le soltaría de mi abrazo ¿Y qué más pude hacerle? Un beso de remedio, inútil, pero un recuerdo lleno de vida que se fue posado en sus labios.
Después sentí tanto miedo que tuve que huir, no quería ver a nadie. Se me ahogaba la vista en lágrimas, mi mente se hundía en miedos y el pecho recibía una envestida llena de tristeza. ¡Madre mía! ¿Y yo qué hago?
Miro mi cara reflejada en el cristal de la ventanilla y me dejo atrapar por un rostro maltratado.
Te fijas y todo parece tan fácil de demoler. Como un montón de fichas de dominó basta que caiga una para que se derribe el pequeño mundo del que dependes. No es perfecto, la verdad... puedes encontrar más defectos que cualidades, pero es tuyo.
Cojo la vieja guitarra y sentado sobre el capó comienzo una melodía desafinada, que aparentemente irrita, pero que rebosa fuerza. Empiezo tímidamente, con un hilo de voz que sale susurrando de mis labios, pero al verme solo no me importa gritar e improvisar versos que huyen veloces de mi mente y se pierden retumbando en el aire. Versos que resultan la mejor terapia para liberarme, aunque muchos pierden el sentido al ser dichos, y que con los desafinados y tristes acordes, que se mezclan con el eco que me devuelve el horizonte, suenan a canción desesperada. 

Recuerdos II


En cada uno de sus días, toda su vida, recordó con nostalgia y el dolor de un amor sepultado el cuerpo que hacía ya mucho lo había hecho enloquecer. Nunca dejó de pensar en la primavera que perforó su cariño, jamás se le hubo de olvidar el instante en que la enamoró y siempre guardó con profundo cariño la mirada con que ella se lo dijo.

La oscuridad  atrapaba en aquel momento todo salvo dos miradas a las que parecía rodear un brillo invencible, se disipó el mundo y buscaron sus labios guiados por la respiración que por momentos aceleraba. Siempre recordó como unos ojos felinos y animales, salvajes y deseosos le regalaron una mirada tan dulce y seductora que lo atrapó irremediablemente en una sensación desconocida haciéndolo sentir pequeño y vulnerable.
Aquella noche fue cómplice de furtivos besos que deseaban no terminar jamás. Sería capaz de todo, da igual lo descabellado que fuese el precio que debía pagar, porque esa noche no muriese jamás, porque los primeros centelleos del día nunca llegasen a vencer la delicada paz y oscuridad y ocultasen tras un cielo brillante las estrellas que llenan todo de romanticismo.
Volvió durante toda su vida, cada noche, a buscar este lugar, a perderse en recógnitos rincones donde solo te puedes guiar con el tacto y la intuición buscando vivencias del pasado, buscando el olor que lo enamoró. Buscó sus labios en cada uno de los lugares donde los sintió, pisó incesante las huellas que junto a ella dejó, recorriendo con cuidado todos los caminos andados. Caminaba despacio sintiendo en su interior la esperanza de que ella hiciese, sintiese lo mismo y poderla encontrar tan perdida y enamorada como él. Poderla encontrar recorriendo sin sentido lugares oscuros donde solo la fuerza de una amor que, sobreviviendo a todo todavía latía despacio, te alentaba para seguir vagando. Continuó hasta el último día de su vida este camino que lo llevó por olvidados momentos del pasado, yendo con sumo cuidado por si ella hiciese lo mismo y ahí se hubiesen encontrado.

Él


Él caminaba con una chulería fuera de lo común. Una pose que tanto seducía como le hacía respetar. Era tan admirado como envidiado. Parecía saberlo todo y si algo lo desconocía lo inventaba y contaba con tal ingenio y convicción que nadie dudaba de su veracidad. Su orgullo levantaba tanto odio como fascinación pero nadie quería tenerle como enemigo

Ella


Ella, encerrada en la oscuridad de su mirada, refugiada tras sus tinieblas, donde, creyó, nadie podía hacerle daño, se escondió agazapada como la chica tan frágil que era.
Temerosa aunque llamada por una irreprimible sed de curiosidad y vivencias fue liberada completamente desarmada en aquel mundo de cimientos resentidos. Su única arma era aquel orgullo y esa fuerza suya que resultaban tan paradójicos en un cuerpo tan débil y que tantos problemas como victorias le habían acarreado durante su vida.
Ella no fue en absoluto alguien sencillo, nunca fue alguien fácil de comprender pero si algo debía de caracterizarla a la hora de las relaciones personales era aquella peculiar empatía que despertaba en cualquiera que alguna vez tuvo el privilegio de conocerla.

Recuerdos I

La noche y la oscuridad, el sueño y algo de alcohol convierten nuestro mundo  en sueños. Los sentimientos, tan dispares y cercanos como el amor y el miedo, escalan y se deslizan por tu espalda. Un escalofrío. Y no sabes lo que sientes, te preguntas qué es real, si la barrera entre lo realista y lo no existe. Son sueños estos besos, qué es irreal, qué no lo es. Puede que mi mente se  haya querido dormir antes de tiempo y juegue a imaginar, a intercalar imaginaciones entre estos placenteros instantes. Puede que nada de esto exista, que esta caricia sea otro invento o que el mundo mediante un malévolo plan me esté engañando. También puede ser real, pero y si nada lo es, y si nuestro mundo no es más que un conjunto de impulsos inventados por nuestras mentes o es el universo el que juega y nosotros solo somos víctimas de sus decisiones.
Entre tantas conjeturas y angustias espirituales, tan abstractas que acababan por escapárseme de la mente, me dejé deslizar entre sensaciones absolutamente desconocidas en mí. Aquella noche me dije, clavando la mirada en mis propias pupilas a través de un espejo, que nada podía fallar, que esta noche ha sido hecha para mí. Y sí, parecía ser uno de de aquellos días en los que el mundo quiere estar en tu bando, parecía uno de esos momentos donde la vida te allana el camino y todo lo que te propongas tendrá un buen resultado. Es una paradoja pero me abrumaba mi buena vida,  asusta ver que todo va bien sabiendo que en cualquier instante tu suerte se va a ver truncada. Tanta buena suerte debía ser efímera y yo la estaba exprimiendo al máximo, sí, tenía claro que en algún momento debía ser agotada.

En las paredes de azulejos se reflectaba la tintineante y fría luz de aquel baño. Con el sonido de las tuberías que voceaban mientras el agua las atravesaba me giré hacia el lavabo, tras mojar mi cara y manos alcé la vista encontrando mi propia mirada en el espejo. Sí, contemplé mis propios rasgos reflejados, las gotas cayendo por mis mejillas, me dije miles de cosas con la mirada y solté alguna palabra alentadora. Eran esos mis ojos, labios los que esa noche miraba. Eran los de siempre pero me sentía como nunca. Me sequé, una última mirada de esas que sólo yo entiendo perfectamente y erguido y con decisión salí. Mientras cruzaba el umbral de la puerta, como ráfagas de luz, bombardearon mi mente miles de imágenes y una pregunta que hace mucho le susurré a Lucía resonaba llena de poesía en mi cabeza. Recordaba perfectamente aquel momento, era plena primavera y bajo un Sol vespertino que nos acariciaba con sus cálidos centelleos permanecíamos en absoluto silencio tumbados sobre la hierba. Mirando el cielo, cerrando los ojos para dejar que los rayos te palpen, cruzando miradas brillantes. Era Madrid, un atardecer de mayo cualquiera, bramaba el tráfico y aullaba el bullicio, aun así fuimos capaces de evadirnos una vez más en una dimensión exclusiva para nosotros dos. Esta privilegiada capacidad estaba solo a nuestro alcance, nos aburría nuestro mundo, odiábamos a nuestra sociedad y estábamos cansados de vivir ahí. Como desaparecer era casi imposible y, aunque soñásemos con alocas huidas, nunca las cumplíamos conseguimos el talento de cerrar los ojos y desvanecernos del mundo. No era un talento fácil de explicar pero tan sencillo como eso, nos valía un mundo con dos habitantes que se entendiesen bien. Un momento de silencio, donde las palabras sobren y una atmósfera, preferiblemente en la oscuridad de la noche, con alguna canción que tuviese significado para nosotros nos era suficiente para cerrar los ojos y dejar que nuestras mentes vagasen por dimensiones improvisadas donde las leyes de la física y las imposiciones del mundo carecían de poder alguno. Apenas nuestro espíritu podía entrar en aquel utópico lugar y tras errar unos instantes conociendo el entorno volvía decepcionado a la realidad. Quisimos vivir en nuestros propios sueños, en un mundo intangible donde la realidad no hiriese y donde las leyes fuesen desobedecidas sin consecuencias. Un mundo bucólico tan idealista que nada fuese real, quería imaginar un lugar abstracto donde viésemos a la luz viajar y donde poder tocar el cielo para conocer su tacto con tan solo dar un salto. Ahí no sufriríamos por el dinero y los placeres no serían pecado. Nuestra libertad era real, podíamos abusar de ella sin innumerables consecuencias colaterales. Podía imaginar durante horas ese mundo aunque al final siempre llegase a la conclusión de que sería aburrido vivir ahí, le haría falta algo de maldad y desgracia. Me asustaba que en ese lugar al no haber dolor la poesía no existiese, no, no quería vivir en el Jardín del Edén, nos hacía falta pasar miedo, sufrir por el amor y la muerte para ser personas.
Abrí los ojos y volví a Madrid, el Sol terminaba de esconderse allá tras el confín de mi visión. Junto a mí estaba ella, me miraba y abrazaba, tintineantes le brillaban los ojos con el reflejo de toda la ciudad. Pensé qué bien te sienta la noche, siempre te da un color especial. Ella me contemplaba, seguramente pensando también en lo bonito que era aquel momento. Aun hoy no he olvidado aquella cara, aquella seguridad de que ella me deseaba tanto o más que yo a ella. Puede que destrozase el instante o solo le diese un halo de intriga, clavando mis ojos es su rostro susurré ‘’Cuánto ha habido de pasar para que tú y yo hoy estemos aquí’’ Ella como sabiendo perfectamente a qué me refería me contestó ‘’Todo lo que has vivido ha tenido el propósito de que tú y yo un día nos encontrásemos’’
Cuántos recuerdos, me dije. Volví al presente y pensé ¡allá vamos!.

Escenas de noche II



Aquella noche la Luna envolvía el cielo en un misticismo cuyo recuerdo ya se desvanece en mí. Allá, tras la oscuridad que resiste en lo más alto de la ciudad, donde los débiles centelleos del mundo ya agonizan, los instantes fluían de forma instintiva, casi animal, ningún complejo pensamiento podía interferir en aquella fascinante atmósfera. Tímidamente y luchando contra las tinieblas, las estrellas que en el infinito tiritan clamaron, me llamaron a huir. Nadie escapa del hechizo de tales noches, me dije.
Aquella noche deslicé mis labios por su piel, como grabando en mí el recuerdo de aquel tacto. Recorrí su cuerpo con mis besos, guardé en mí el olor de aquella piel amarilla que se erizaba al sentirme. Dejé que mis dedos se deslizasen por su rostro, rodeé sus ojos y con la yema de mis dedos le acaricié los labios. Necesitaba recordar aquello y debía evitar que el tiempo acabase con tales instantes. Durante mucho tiempo invoqué, cerrando los ojos, una y otra vez el sabor de su piel al ser besada, concentrándome en que todo quedase bien memorizado. 

Escenas de noche I



Las luces que aquella noche cualquiera eran desparramadas sobre las calles dieron un brillo al ambiente que nunca hubo de olvidárseme.  Como diminutos animales asustados, las personas que por entonces recorrían aquellas calles huyeron de la estruendosa lluvia que sorprendió desprevenidos a todos ellos. Seré incapaz de borrar la imagen, ya exagerada por el paso del tiempo, que tengo de aquella escena. Entre los numerosos viandantes que escapaban de la primaveral tormenta, entre todos ellos, solo a una persona pareció no importar o simplemente no haberse percatado del copioso aguacero. Era ella, fue aquella noche cuando en mí se grabó la mejor imagen que de ella conservo guardada con sumo cuidado en el fondo de mis más viejos recuerdos.
Como siempre, conservaba en aquel momento esa apariencia delicada que tanto seducía pero que paradójicamente contrastaba con una seguridad y fuerza en su forma de andar que le hacía respetar. La rubia melena empapada, el pintalabios rojo se diluía y junto a su felina mirada componían la apariencia más seductora que jamás hubiese visto. Atónito quedé yo hechizado bajo el aguacero contemplando la imagen que toda mi vida había de recordar. Entre mediocres personajes corriendo asustados por un poco de agua, nosotros tuvimos que quedar perplejos mirándonos. Heló mi corazón una simple mirada que se aproximaba bajo las cortinas de lluvia. Paralizó mis sentidos el instante de miedo, dejé de sentir el frío del agua y un agradable calor me serenó. Presos de aquella sensación dejamos que fluyese naturalmente todo lo que debía de suceder.